Las mejores citas de El amor en los tiempos del cólera

El amor en los tiempos del cólera es una novela del colombiano Gabriel García Márquez y fue publicada en 1985. Esta historia aborda dos tipos de amor: el que los años (o la costumbre) te convence o te enseña a amar a alguien; y el que te marca desde el primer momento de coincidencia.

Del primero, quedan las vivencias. Del segundo, cada detalle sencillo, pero significativo que te hace soñar con los recuerdos más puros de un amor idílicamente tierno. Este último puede ocurrir en poco tiempo, porque la verdad es que el factor tiempo es lo de menos.

El convencional es el tipo de amor que algunas personas se atreven a tener. ¿Cómo lo hacen?, van por la vida buscando a su pareja perfecta para pasar el resto de sus vidas y, finalmente, se convencen de que sienten amor por ese ser humano encontrado. Y es, precisamente, del que no estaría de acuerdo el argentino Julio Cortázar en su obra literaria más popular, Rayuela:

«Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al revés. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto».

Sin embargo, siguiendo con la historia de amor de García Márquez,  lo que más atrapa de esta novela es que finalmente Fermina Daza tira al traste el qué dirán, los prejuicios, su matrimonio con el doctor Juvenal Urbino, al pasado, a los años y termina aceptando a su amor adolescente, Florentino Ariza, quien esperó 51 años, 9 meses y 4 días, a pesar de que fue rechazado despectivamente por el amor de su vida.

También, nos deja pensando en por qué hay personas no se quedan con quien realmente quisieran estar o no viven aquello que les emociona la vida por un instante y dejan pasar ese momento como si se creyeran que tendrán más tiempo más adelante, en otra vida, como le pasó al distinguido doctor Urbino con su Bárbara Lynch.

Volviendo al final de Fermina y Florentino, la verdad es que no todo el mundo se atreve a dar ese gran e importante paso. Muchos mueren engañándose con que ya no sienten nada por ese amor del pasado y otros sollozan hasta sus últimos días de existencia el sinsabor de ese alguien que una vez fue y que ni por error – aseguran- regresará. 

A continuación algunas citas de El amor en los tiempos del cólera:

  • Le era más fácil soportar los dolores ajenos que los propios. 
  • Había pasado a una posición que él mismo definía como un humanismo fatalista: “cada quien es dueño de su propia muerte y lo único que podemos hacer, llegada la hora, es ayudarlo a morir sin miedo ni dolor”.
  • Se habían conocido en un hospital de caminantes de Port–au–Prince, donde ella había nacido y donde él había pasado sus primeros tiempos de fugitivo, y lo siguió hasta aquí un año después para una visita breve, aunque ambos sabían sin ponerse de acuerdo que venía a quedarse para siempre.                                                       
  • Le costaba trabajo entender que dos adultos libres y sin pasado, al margen de los prejuicios de una sociedad ensimismada, hubieran elegido el azar de los amores prohibido.
  • La clandestinidad compartida con un hombre que nunca fue suyo por completo, y en la que más de una vez conocieron la explosión instantánea de la felicidad, no le pareció una condición indeseable. Al contrario: la vida le había demostrado que tal vez fuera ejemplar.
  • Jeremiah de Saint–Amour amaba la vida con una pasión sin sentido, amaba el mar y el amor, amaba a su perro y a ella, y a medida que la fecha se acercaba había ido sucumbiendo a la desesperación, como si su muerte no hubiera sido una resolución propia sino un destino inexorable.
  • Sólo una persona sin principios podía ser tan complaciente con el dolor.
  • Lo que le faltaba por la edad le alcanzaba por el carácter y le sobraba por la diligencia.
  • Acababan de celebrar las bodas de oro matrimoniales y no sabían vivir ni un instante el uno sin el otro o sin pensar el uno en el otro, y lo sabían cada vez menos a medida que se recrudecía la vejez. Ni él ni ella podían decir si esa servidumbre recíproca se fundaba en el amor o en la comodidad, pero nunca se lo habían preguntado con la mano en el corazón, porque ambos preferían desde siempre ignorar la respuesta.
  • Otra cosa bien distinta habría sido la vida para ambos, de haber sabido a tiempo que era más fácil sortear las grandes catástrofes matrimoniales que las miserias minúsculas de cada día.
  • Si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada.

Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado. Pero tuvo que rendirse ante la intransigencia de la muerte.

  • Estaba convencido en la soledad de su alma de haber amado en silencio mucho más que nadie jamás en este mundo.
  • La gente que uno quiere debería morirse con todas sus cosas.
  • Cuando Florentino Ariza la vio por primera vez, su madre lo había descubierto desde antes de que él se lo contara, porque perdió el habla y el apetito y se pasaba las noches en claro dando vueltas en la cama. Pero cuando empezó a esperar la respuesta a su primera carta, la ansiedad se le complicó con cagantinas y vómitos verdes, perdió el sentido de la orientación y sufría desmayos repentinos, y su madre se aterrorizó porque su estado no se parecía a los desórdenes del amor sino a los estragos del cólera. El padrino de Florentino Ariza, un anciano homeópata que había sido el confidente de Tránsito Ariza desde sus tiempos de amante escondida, se alarmó también a primera vista con el estado del enfermo, porque tenía el pulso tenue, la respiración arenosa y los sudores pálidos de los moribundos. Pero el examen le reveló que no tenía fiebre, ni dolor en ninguna parte, y lo único concreto que sentía era una necesidad urgente de morir. Le bastó con un interrogatorio insidioso, primero a él y después a la madre, para comprobar una vez más que los síntomas del amor son los mismos del cólera. Prescribió infusiones de flores de tilo para entretener los nervios y sugirió un cambio de aires para buscar el consuelo en la distancia, pero lo que anhelaba Florentino Ariza era todo lo contrario: gozar de su martirio.
  • — Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas — le decía— , que estas cosas no duran toda la vida.
  • Le recordó que los débiles no entrarían jamás en el reino del amor, que es un reino inclemente y mezquino, y que las mujeres sólo se entregan a los hombres de ánimo resuelto, porque les infunden la seguridad que tanto ansían para enfrentarse a la vida.
  • Nunca había imaginado que la curiosidad fuera otra de las tantas celadas del amor.
  • Terminó pensando en él como nunca se hubiera imaginado que se podía pensar en alguien, presintiéndolo donde no estaba, deseándolo donde no podía estar, despertando de pronto con la sensación física de que él la contemplaba en la oscuridad mientras ella dormía.
  • Fue el año del enamoramiento encarnizado. Ni el uno ni el otro tenían vida para nada distinto de pensar en el otro, para soñar con el otro, para esperar las cartas con tanta ansiedad como las contestaban. Nunca en aquella primavera de delirio, ni en el año siguiente, tuvieron ocasión de comunicarse de viva voz. Más aún: desde que se vieron por primera vez hasta que él le reiteró su determinación medio siglo más tarde, no habían tenido nunca una oportunidad de verse a solas ni de hablar de su amor. Pero en los primeros tres meses no pasó un solo día sin que se escribieran, y en cierta época hasta dos veces diarias.
  • Florentino Ariza escribía todas las noches sin piedad para consigo mismo, envenenándose letra por letra con el humo de las lámparas de aceite de corozo en la trastienda de la mercería, y sus cartas iban haciéndose más extensas y lunáticas cuanto más se esforzaba por imitar a sus poetas preferidos de la Biblioteca Popular, que ya para esa época estaba llegando a los ochenta volúmenes.
  • No era fácil imaginar la cantidad de cosas que dejaban los hombres después del amor. Dejaban vómitos y lágrimas, lo cual le parecía comprensible, pero dejaban también muchos enigmas de la intimidad: charcos de sangre, parches de excrementos, ojos de vidrio, relojes de oro, dentaduras postizas, relicarios con rizos dorados, cartas de amor, de negocios, de pésame: cartas de todo. Algunos volvían por sus cosas perdidas, pero la mayoría se quedaban allí, y Lotario Thugut las guardaba bajo llave, pensando que tarde o temprano aquel palacio caído en desgracia, con los miles de objetos personales olvidados, sería un museo del amor.
  • No sólo se podía ser feliz sin amor sino también contra el amor.
  • Era todavía demasiado joven para saber que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y que gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado.
  • — Es feo y triste — le dijo a Fermina Daza— , pero es todo amor.
  • Con la esperanza de que otro amor lo curara del que no lo dejaba vivir siempre fue sin pretensiones de amar ni ser amada, aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el amor, pero sin los problemas del amor.
  • Ella era una aprendiza temeraria, pero carecía del talento mínimo para la fornicación dirigida. Nunca entendió los encantos de la serenidad en la cama, ni tuvo un instante de inspiración, y sus orgasmos eran inoportunos y epidérmicos: un polvo triste.
  • La había despojado de la virginidad de un matrimonio convencional, que era más perniciosa que la virginidad congénita y la abstinencia de la viudez. Le había enseñado que nada de lo que se haga en la cama es inmoral si contribuye a perpetuar el amor. Y algo que había de ser desde entonces la razón de su vida: la convenció de que uno viene al mundo con sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre.
  • Empezaron a verse con menos frecuencia a medida que ella ensanchaba sus dominios, y a medida que él exploraba los suyos tratando de encontrar alivio a sus viejas dolencias en otros corazones desperdigados, y por fin se olvidaron sin dolor.
  • Ellas lo identificaban de inmediato como un solitario necesitado de amor, un menesteroso de la calle con una humildad de perro apaleado que las rendía sin condiciones,sin pedir nada, sin esperar nada de él, aparte de la tranquilidad de conciencia de haberle hecho el favor.

  • De un secreto absoluto, que fue registrando con un rigor de notario en un cuaderno cifrado, reconocible entre muchos con un título que lo decía todo: Ellas. La primera anotación la hizo con la viuda de Nazaret. Cincuenta años más tarde, cuando Fermina Daza quedó libre de su condena sacramental, tenía unos veinticinco cuadernos con seiscientos veintidós registros de amores continuados, aparte de las incontables aventuras fugaces que no merecieron ni una nota de caridad.
  • La encontró más bella y juvenil que nunca, pero irrecuperable, como nunca.
  • Él era consciente de que no la amaba. Se había casado porque le gustaba su altivez, su seriedad, su fuerza, y también por una pizca de vanidad suya, pero mientras ella lo besaba por primera vez estaba seguro de que no habría ningún obstáculo para inventar un buen amor. No lo hablaron esa primera noche en que hablaron de todo hasta el amanecer, ni habían de hablarlo nunca. Pero a la larga, ninguno de los dos se equivocó.
  • Se dejó llevar por su convicción de que los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismo.
  • Lo único que me duele de morir es que no sea de amor.
  • Un hombre sabe cuando empieza a envejecer porque empieza a parecerse a su padre.
  • Le sobraba tanto amor por dentro que no sabía qué hacer con él, y se lo regalaba a los enamorados implumes escribiendo para ellos cartas de amor gratuitas en el Portal de los Escribanos.
  • Después ya no pudo decir si su costumbre de fornicar sin esperanzas era una necesidad de la conciencia o un simple vicio del cuerpo.
  • Le enseñó lo único que tenía que aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie.
  • Tenía un instinto tan personal para el amor, que no había teorías artesanales ni científicas capaces de entorpecerlo.
  • No lo dejaba dar un paso mas antes de quitarle la ropa, porque siempre pensó que era de mala suerte tener un hombre vestido dentro de la casa.
  • Él la había sentido antes de verla cuando iba de regreso a casa en el tranvía de las cinco: fue una mirada material que lo tocó como si fuera un dedo. Levantó la vista y la vio, en el extremo opuesto, pero muy bien definida entre los otros pasajeros. Ella no apartó la mirada. Al contrario: la sostuvo con tanto descaro que él no podía pensar sino lo que pensó: negra, joven y bonita, pero puta sin lugar a dudas. La descartó de su vida, porque no podía concebir nada más indigno que pagar el amor: no lo hizo nunca.
  • La verdad era que después de tantas perrerías soterradas que había hecho por él, después de tanta sordidez soportada para él, ella se le había adelantado en la vida y estaba mucho más allá de los veinte años de edad que él le llevaba de ventaja: había envejecido para él. Lo quería tanto, que en vez de engañarlo prefirió seguir amándolo aunque tuviera que hacérselo saber de un modo brutal.
  • Florentino Ariza entendió por fin que se puede ser amigo de una mujer sin acostarse con ella.
  • Ella se defendía diciendo que el amor, antes que nada, era un talento natural. Decía: “o se nace sabiendo o no se sabe nunca.
  • Lo tranquilizó con el argumento sencillo de que todo lo que hicieran desnudos era amor. Dijo: “amor del alma de la cintura para arriba y amor del cuerpo de la cintura para abajo».
  • Nunca había hablado de ella con nadie, porque se sabía incapaz de decir el nombre sin que se le notara la palidez de los labios.
  • También para ella pasaban los años. Su naturaleza feraz se marchitaba sin gloria, su amor se demoraba en sollozos, y sus párpados empezaban a mostrar la sombra de las viejas amarguras. Era una flor de ayer.
  • Había pasado por encima de todo aun en los negocios más sucios del amor, con tal de no concederle a ninguna mujer nacida de mujer la oportunidad de tomar la decisión final.
  • Interrumpía a cualquier hora lo que estuviera haciendo para buscarla por los rumbos inciertos de sus presagios, en las calles menos pensadas, en sitios irreales donde era imposible que estuviera, vagando sin sentido con unas ansias del pecho que no le daban tregua mientras no la veía siquiera un instante.
  • Florentino Ariza terminaría por saber que el mundo estaba lleno de viudas felices. Las había visto enloquecer de dolor ante el cadáver del esposo, suplicando que las enterraran vivas dentro del mismo ataúd para no afrontar sin él los azares del porvenir, pero a medida que se iban reconciliando con la realidad de su nuevo estado se las veía surgir de las cenizas con una vitalidad reverdecida. Empezaban viviendo como parásitas de sombras en los caserones desiertos, se volvían confidentes de sus sirvientas, amantes de sus almohadas, sin nada que hacer después de tantos años de cautiverio estéril. Malgastaban las horas sobrantes cosiendo en la ropa del muerto los botones que nunca habían tenido tiempo de reponer, planchaban y volvían a planchar sus camisas de puños y cuellos de parafina para que siempre estuvieran perfectas. Seguían poniendo su jabón en el baño, la funda con sus iniciales en la cama, el plato y los cubiertos en su lugar de la mesa, por si acaso volvían de la muerte sin avisar, como solían hacerlo en vida. Pero en aquellas misas de soledad iban tomando conciencia de que otra vez eran dueñas de su albedrío, después de haber renunciado no sólo a su nombre de familia sino a la propia identidad, y todo eso a cambio de una seguridad que no fue más que una más de sus tantas ilusiones de novias.
  • Sólo ellas sabían cuánto pesaba el hombre que amaban con locura, y que quizás las amaba, pero al que habían tenido que seguir criando hasta el último suspiro, dándole de mamar, cambiándole los pañales embarrados, distrayéndolo con engañifas de madre para aliviarle el terror de salir por las mañanas a verle la cara a la realidad. Y sin embargo, cuando lo veían salir de la casa instigado por ellas mismas a tragarse el mundo, entonces eran ellas las que se quedaban con el terror de que el hombre no volviera nunca. Eso era la vida. El amor, si lo había, era una cosa aparte: otra vida.
  • Fermina Daza siguió abriendo el balcón por las mañanas durante varios meses, y siempre echaba de menos el fantasma solitario que la acechaba en el parquecito desierto, veía el árbol que fue suyo, el banco menos visible donde se sentaba a leer pensando en ella, a sufrir por ella, y tenía que volver a cerrar la ventana, suspirando: “pobre hombre”.
  • Sufrió incluso el desencanto de que él no fuera tan pertinaz como ella lo había supuesto, cuando ya era demasiado tarde para remendar el pasado, y no dejó de sentir alguna vez la ansiedad tardía de una carta que nunca llegó.
  • Cuando tuvo que enfrentar la decisión de casarse con Juvenal Urbino sucumbió en una crisis mayor, al darse cuenta de que no tenía razones válidas para preferirlo después de haber rechazado sin razones válidas a Florentino Ariza. En realidad, lo quería tan poco como al otro, pero además lo conocía mucho menos, y sus cartas no tenían la fiebre de las cartas del otro, ni le había dado tantas pruebas conmovedoras de su determinación.
  • Tampoco estaba convencida de que el amor fuera en realidad lo que más falta le hacía para vivir.
  • Aturdida por el miedo de la oportunidad que se le iba y la inminencia de los veintiún años, que era su límite confidencial para rendirse al destino. Le bastó ese minuto único para asumir la decisión como estaba previsto en las leyes de Dios y de los hombres: hasta la muerte. Entonces se disiparon todas las dudas, y pudo hacer sin remordimientos lo que la razón le indicó como lo más decente: pasó una esponja sin lágrimas por encima del recuerdo de Florentino Ariza, lo borró por completo, y en el espacio que él ocupaba en su memoria dejó que floreciera una pradera de amapolas. Lo único que se permitió fue un suspiro más hondo que de costumbre, el último: “¡pobre hombre!”
  • Descubrió con un grande alborozo que los hijos no se quieren por ser hijos sino por la amistad de la crianza.
  • El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno.
  • Él tenía todavía bastante amor para pedirle que lo jabonara. Ella empezaba a hacerlo con las migajas de amor que todavía le sobraban de Europa, y ambos se iban dejando traicionar por los recuerdos, ablandándose sin quererlo, queriéndose sin decirlo, y terminaban muriéndose de amor por el suelo, embadurnados de espumas fragantes.
  • De vez en cuando, al regreso de una fiesta loca, la nostalgia agazapada detrás de la puerta los tumbaba de un zarpazo, y entonces ocurría una explosión maravillosa en la que todo era otra vez como antes, y por cinco minutos volvían a ser los amantes desbraguetados de la luna de miel.
  • Uno de los dos estaba siempre más cansado que el otro a la hora de acostarse. Ella se demoraba en el baño enrollando sus cigarrillos de papel perfumado, fumando sola, reincidiendo en sus amores de consolación como cuando era joven y libre en su casa, dueña única de su cuerpo. Siempre le dolía la cabeza, o hacía demasiado calor, siempre, o se hacía la dormida, o tenía la regla otra vez, la regla, siempre la regla. Tanto, que el doctor Urbino se había atrevido a decir en clase, sólo por el alivio de un desahogo sin confesión, que después de diez años de casadas las mujeres tenían la regla hasta tres veces por semana.
  • El problema de la vida pública es aprender a dominar el terror, el problema de la vida conyugal es aprender a dominar el tedio.
  • Tuvo el temor de que aquella visión fuera un aviso de la muerte, y le dolió. Se atrevió a decirse que tal vez hubiera sido feliz con él, sola con él en aquella casa que ella había restaurado para él con tanto amor como él había restaurado la suya para ella, y la simple suposición la asustó, porque le permitió darse cuenta de los extremos de desdicha a que había llegado.
  • El marido abotagado de tanto hablar, agotado de no dormir, con el corazón fortalecido de tanto llorar, se apretó los cordones de los botines, se apretó el cinturón, se apretó todo lo que todavía le quedaba de hombre, y le dijo que sí, mi amor, que se iban a buscar el amor que se les había perdido en Europa: mañana mismo y para siempre.
  • En el curso de los años ambos llegaron por distintos caminos a la conclusión sabia de que no era posible vivir juntos de otro modo, ni amarse de otro modo: nada en este mundo era más difícil que el amor.
  • Terminaron por conocerse tanto, que antes de los treinta años de casados eran como un mismo ser dividido, y se sentían incómodos por la frecuencia con que se adivinaban el pensamiento sin proponérselo, o por el accidente ridículo de que el uno se anticipara en público a lo que el otro iba a decir. Habían sorteado juntos las incomprensiones cotidianas, los odios instantáneos, las porquerías recíprocas y los fabulosos relámpagos de gloria de la complicidad conyugal. Fue la época en que se amaron mejor, sin prisa y sin excesos, y ambos fueron más conscientes y agradecidos de sus victorias inverosímiles contra la adversidad. La vida había de depararles todavía otras pruebas mortales, por supuesto, pero ya no importaba: estaban en la otra orilla.
  • Para las mujeres sólo había dos edades: la edad de casarse, que no iba más allá de los veintidós años, y la edad de ser solteras eternas: las quedadas. Las otras, las casadas, las madres, las viudas, las abuelas, eran una especie distinta que no llevaba la cuenta de su edad en relación con los años vividos, sino en relación con el tiempo que les faltaba para morir.
  • Con ella aprendió Florentino Ariza lo que ya había padecido muchas veces sin saberlo: que se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna.
  • El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas. 
  • Después de tantos años de amores calculados, el gusto desabrido de la inocencia tenía el encanto de una perversión renovadora.
  • Ambos habían perdido la conciencia de sus edades desde los primeros encuentros, y se trataban con la confianza de dos esposos que se habían ocultado tantas cosas en esta vida que ya no les quedaba casi nada para decirse.
  • Aunque nunca lo insinuó siquiera, ella le habría vendido el alma al diablo por casarse con él en segundas nupcias. Sabía que no era fácil someterse a su mezquindad, a sus necedades de viejo prematuro, a su orden maniático, a su ansiedad de pedirlo todo sin dar nada de nada, pero a cambio de eso no había un hombre que se dejara acompañar mejor que él, porque no podía haber otro en el mundo tan necesitado de amor.
  • Tenía que enseñarle a pensar en el amor como un estado de gracia que no era un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo.
  • Esperó, en efecto, sin los quebrantos de toda índole que le causaban las esperas de la juventud, sino con la tozudez de un anciano de cemento sin nada más en que pensar, sin nada más que hacer en una compañía fluvial que para entonces navegaba sola con vientos propicios, y además convencido de que estaría vivo y en perfecto dominio de sus facultades de hombre el día de mañana, de más tarde o de siempre en que Fermina Daza se convenciera al fin de que sus ansias de viuda solitaria no tenían más remedio que bajar para él sus puentes levadizos.
  • No se daba cuenta, en las nebulosas de su nueva ilusión, de que las mujeres pueden volverse adultos en tres días.
  • Florentino Ariza sentía que el tiempo de la vejez no era un torrente horizontal, sino una cisterna desfondada por donde se desaguaba la memoria.
  • Lo entendía mejor que cuando estaba vivo, entendió la ansiedad de su amor, la urgencia de encontrar en ella la seguridad que parecía ser el soporte de su vida pública, y que en realidad no tuvo nunca.
  • Ambos se habían visto como eran: dos ancianos acechados por la muerte, sin nada en común, aparte del recuerdo de un pasado efímero que ya no era de ellos sino de dos jóvenes desaparecidos que habrían podido ser sus nietos.
  • Aquel alboroto febril de los veinte años había sido cualquier cosa muy noble y muy bella, pero no fue amor.
  • — El amor es ridículo a nuestra edad — le gritó— , pero a la edad de ellos es una cochinada.
  • Hace un siglo me cagaron la vida con ese pobre hombre porque éramos demasiado jóvenes, y ahora nos lo quieren repetir porque somos demasiado viejos.
  • — ¡Que se vayan a la mierda! — dijo— . Si alguna ventaja tenemos las viudas, es que ya no nos queda nadie que nos mande.
  • Pensaba que el amor tenía una edad en que empezaba a ser indecente.
  • Ambos fueron bastante lúcidos para darse cuenta, en un mismo instante fugaz, de que ninguna de las dos era la mano que habían imaginado antes de tocarse, sino dos manos de huesos viejos.
  • Florentino Ariza supo en ese momento que también a ella le había llegado la hora de preguntarse con dignidad, con grandeza, con unos deseos incontenibles de vivir, qué hacer con el amor que se le había quedado sin dueño.
  • Es increíble cómo se puede ser tan feliz durante tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad si eso es amor o no.
  • “Los hombres somos unos pobres siervos de los prejuicios — le había dicho él alguna vez— . En cambio, cuando una mujer decide acostarse con un hombre, no hay talanquera que no salte, ni fortaleza que no derribe, ni consideración moral alguna que no esté dispuesta a pasarse por el fundamento: no hay Dios que valga”.
  • Fermina Daza siguió inmóvil hasta la madrugada, pensando en Florentino Ariza, no como el centinela desolado del parquecito de Los Evangelios cuyo recuerdo no le suscitaba ya ni una lucecita de nostalgia, sino como era entonces, decrépito y rengo, pero real: el hombre que estuvo siempre al alcance de su mano, y no supo reconocerlo.
  • Tenía la impresión de conocerlo como si hubiera vivido con él toda la vida.
  • Vivían horas inimaginables cogidos de la mano en las poltronas de la baranda, se besaban despacio, gozaban la embriaguez de las caricias sin el estorbo de la exasperación.
  • Ella no había oído nunca decir que él tuviera una mujer, ni una siquiera, en una ciudad donde todo se sabía inclusive antes de que fuera cierto. Se lo dijo de un modo casual, y él le replicó de inmediato sin un temblor en la voz: — Es que me he conservado virgen para ti.
  • Tomó la mano de ella y se la puso en el pecho: Fermina Daza sintió casi a flor de piel el viejo corazón incansable latiendo con la fuerza, la prisa y el desorden de un adolescente. Él dijo: “demasiado amor es tan malo para esto como la falta de amor”.
  • No le era fácil distinguir entre la compasión y el amor. Al final, sin embargo, se sintió vacía.
  • No volvieron a intentar el amor hasta mucho después, cuando la inspiración les llegó sin que la buscaran. Les bastaba con la dicha simple de estar juntos.
  • No se sentían ya como novios recientes, al contrario de lo que el capitán y Zenaida suponían, y menos como amantes tardíos. Era como si se hubieran saltado el arduo calvario de la vida conyugal, y hubieran ido sin más vueltas al grano del amor. Transcurrían en silencio como dos viejos esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor. Pues habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte.
  • Lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
  • — ¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? — le preguntó.

Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.

— Toda la vida — dijo.



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